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TIERRA FÉRTIL

MUESTRA INAUGURACIÓN

Artistas:

Lucía Marchi

Bárbara Pittera

Madelaine Gamondés

Ezequiel Quines

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Curada por José Marchi

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Música: Pandelindio

LUCÍA MARCHI

BÁRBARA PITTERA

MADELAINE GAMONDÉS

EZEQUIEL QUINES

En la escena inicial de Sacrificio, último film del director ruso Andrei Tarkovsky, Alexander −un intelectual que atraviesa una crisis ante la amenaza de devastación de un mundo que parece haber alcanzado su final− mientras planta un árbol seco le cuenta a su pequeño hijo la siguiente historia:

"Hace mucho tiempo, un monje que vivía en un monasterio ortodoxo, plantó un árbol seco en la ladera de la montaña, como este de aquí. Luego le dijo a su discípulo que regara el árbol cada día hasta que reviviese. Así, cada mañana temprano, el discípulo llenaba un balde de agua y partía. Subía a la montaña con el pesado balde, regaba el tronco seco para regresar al monasterio al anochecer. Hizo esto durante tres años hasta que un buen día, subió a la montaña y vio que todo su árbol estaba lleno de flores”.

Digan lo que digan −concluye Alexander−, todo método tiene sus resultados. Si una persona, cada día, exactamente a la misma hora, hiciera la misma cosa como un ritual, inmutable y sistemático, el mundo cambiaría.

 

Me sería imposible escribir unas líneas introductorias al proyecto "HABITO" de Madelaine Gamondes, Lucía Marchi, Bárbara Pittera y Ezequiel Quines, sin el tono afectivo que me une a estos jóvenes artistas, con los que compartí la experiencia del aprendizaje y la reflexión en las clínicas de mi taller.

Ellas y él han regado inmutable y sistemáticamente, como el discípulo de la historia, la tierra del origen donde florece toda creación.

De hecho, Madelaine ha utilizado, como materia prima pictórica, tierra, la misma tierra de la casa de sus padres que, aplicada ahora con las manos o el pincel sobre telas de antiguos cortinados en múltiples capas acuosas, configura superficies flotantes y orgánicamente geométricas observables en ambas caras.

Inspirada en reproducciones muy rudimentarias de un viejo catálogo de la flora santiagueña, Lucía transforma la imposibilidad de la mirada para construir la imagen del libro en la posibilidad de descubrir infinitos microcosmos que, a través de reglas de juego muy estrictas que ella misma se impone, se convierten en minuciosos dibujos en grafito, pequeñísimos círculos que parecen exactos, pero que al ampliarse devienen veloces trazos gestuales de tinta china. 

Bárbara repite como si fuera un mantra prolongado cientos de líneas. Una tras otra su pincel se desliza, con cada temblor del pulso, con cada inspiración o exhalación la línea se estremece, también tiembla, como tejiendo una gasa muy fina sobre la superficie de viejos papeles y calcos transparentes. Los fragmentos se atraen y ella los une con broches que sostienen estas livianas arquitecturas inesperadas.

Revisando viejas fotografías familiares, Ezequiel busca su infancia. La imagen del retrato de su hermano mellizo hace de espejo que frente a su propio espejo proyecta infinitamente el mismo rostro hacia su reducción o su expansión. Si bien cada retrato pretende ser lo mismo es en cada repetición asombrosamente distinto.

 

¿No es la pintura acaso −sea esta tinta, óleo, grafito o tierra− el agua que riega un soporte seco u olvidado para que en él florezca la obra nueva?

¿No cambia el mundo con cada florecer?

 

Madelaine, Lucía, Bárbara y Ezequiel meditan, riegan pacientemente en el ritual metódico de su quehacer artístico y confían, confían en que el florecer no es solo el resultado de su entrega, sino que se da más allá de ellos. Con cada repetición no repiten el resultado esperado: reciben agradecidos lo inesperado.

Así, también nosotros recibimos con la mirada el perfume del árbol florecido.

 

José Alberto Marchi

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