EL CIELO EN LAS MANOS
MUESTRA INDIVIDUAL
Artista: Marina Curci
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Curaduría: Eduardo Stupia
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A poco de descubrir el ámbito de trabajo de Marina Curci, se tiene la certeza de que llamarlo “taller” es perfectamente adecuado, y al mismo tiempo insuficiente. Estanterías, anaqueles, gabinetes, mesas, tableros, caballetes, planeras, sin nada de decorativo ni superfluo, se ven cubiertos y casi saturados hasta el límite del abarrotamiento. Una aluvional constelación de los objetos más disímiles habla de una pertinencia, procedencia y linaje que excede largamente lo que cabría esperarse de una ambientación propia de los usos y costumbres del arte. ¿Quién anda por aquí? ¿Un alquimista, un boticario, un taxidermista, un acumulador compulsivo y fetichista, un naturalista, un inventor, un homeópata? ¿O bien “simplemente” un artista cuya ductilidad y diversidad de intereses contagian de eclecticismo al espacio que lo cobija?
El sistema de Curci parece provenir del conjetural reservorio múltiple que implicaría esta fantasiosa adjudicación de personalidades, porque en el misterioso metabolismo de su método cada elemento del conjunto muestra una faz nítida y a la vez incógnita, según el axioma que ve en la persistencia y la transformación los dos aspectos de un mismo rostro bifronte. Aún allí donde se insinúa la irrupción del género paisaje o de las abstracciones geométricas o texturales, sobrevuela la obsesión del laboratorista por alterar empecinadamente la lógica formatoria de sus sustancias para que cada serie, cada pieza de un organismo único, homogéneo, pero también inestable y cambiante, reformule y reconstituya incesantemente la esencia común, improvisándose con otra apariencia en la versión contigua.
Esto se manifiesta en Curci con una especialísima naturalidad, como un fenómeno menos deliberado que experiencial, y que luce tan espontáneo que quizás incluso la sorprenda a ella misma. Las variaciones se suceden afirmadas en la tactilidad de lo manual, en la acción que se deja ver tan prolija como vigorosa, entre lo útil y lo necesario; las exudaciones físicas de las materias y los fluidos sintonizan o discrepan con los temperamentos de los soportes, vibran indistintamente las asperezas y las impregnaciones. Es igualmente significativa la interrelación de los recursos, donde disputan la primacía las costuras y los bordados, los ensambles textiles, los lienzos que se recortan en collage unos sobre otros para un diálogo simbiótico, las epidermis de papel o tela acuareladas o embebidas en la sangría del teñido, la peculiar densidad de los tintes y pigmentos, la sequedad del grafito, la morosidad del pastel.
Todo está a la vista, como si la económica terminación de cada una de las estaciones del recorrido mostrara asimismo el revés de la trama. Hay una recatada expresividad que se sostiene sin desmayos sea donde sea que nos detengamos, aunque su plenitud es la de una frágil, latente mansedumbre lírica, con una provisoriedad que podría ser estratégica y sin embargo nos persuade de ser un estado de la conciencia. Algo nos sugiere que las convicciones integristas, casi animistas de Curci, esas a las cuales alude en la discreción con la que suele referirse a su poética, son mucho mas que un rumbo declarativo para revelarse como una predestinación. Quizás sea su pragmática manera de acatar la predominancia de una verdad superadora, algo de una dimensión mucho mayor que las meras decisiones, hallazgos o virtudes del artista individual; o bien se trata de haber detectado, al menos por un angélico instante, esa armonía primigenia, olvidada o hermética, que amalgama en una unidad perpetua la naturaleza con la vida del cuerpo y el soplo del espíritu. Como sea, los modos en que pueda irrumpir esa hipotética voz en la obra de Marina Curci nunca son solemnes ni pretensiosos, sino apenas los ecos intangibles de una introspección meditativa, una voluntad confesional que en ella disuelve cualquier atisbo de trascendentalismo dogmático al amparo de una fervorosa, inclaudicable autenticidad.
Eduardo Stupía
Octubre 2021